sábado, 9 de abril de 2016

El perro que jugaba con hormigas


Mi primer día en la tierra lo comienzo sentado en una feria de un centro comercial. Lo primero que me asombra es la luz natural del sol pues nuestros complejos y estructuras son subterráneos.
Tener la capacidad de leer la mente y el aura me permite darme cuenta que los terrícolas se encuentran siempre o lamentándose por el pasado o angustiados por el futuro.
Sólo los niños están verdaderamente vivos, conectados con el presente: sin los temores por la muerte, preocupados por el dinero o drogados por el sexo.
Aunque uso un sistema holográfico para esconder mi fisonomía creo que esto no hubiera sido necesario. Todos están tan ocupados en mirarse su propio ombligo que si me vieran como soy pasarían de mí como algún actor de teatro disfrazado de alienígena.
¿Cómo hacer llegar el mensaje que tengo sobre el inminente cambio en las condiciones climáticas de la tierra? Se me ocurre escribir un letrero y colocarlo frente a mí en la mesa donde estoy sentado. Lo hago.
Mejor hubiera sido que no: apenas leen el cartel se alejan despavoridos, ya hasta los miembros de la seguridad se mueven nerviosos y se acercan hacia mí.
Con esto ya comprendo porque la tierra está condenada: el miedo y la desconexión entre sus habitantes son los gérmenes de su destrucción.
Antes que los vigilantes me interroguen me levanto y compro una entrada para el cine. Están dando Star Wars.  Al ver la escena de la destrucción de planetas por parte de la Estrella de la muerte pienso con pesar que a la Tierra no le hace falta esto, su propia gente la destruirá.
Al finalizar la película voy al estacionamiento y abordo mi nave espacial. Me preguntarán ¿por qué los marcianos no invadimos la Tierra? La respuesta es simple: Sería como si a un perro le interesara vivir o colonizar un hormiguero.